
He regresado de pasar mis vacaciones en Menorca. Constaté al poco de llegar que todo, en lo exterior y en lo interior, me susurraba una misma palabra de poder, una kotodama como dicen los japoneses: silencio.
Este silencio no se me presentaba como vacío, sino como un murmullo suave que se escondía entre las olas, en las piedras antiguas de los poblados talayóticos y en la calma de los atardeceres. Sentía que la isla me invitaba a detenerme, a escuchar lo que no se oye con los oídos, sino con el alma.
En esos días me acompañaron dos libros que parecían haber llegado a mí como señales en el camino. Ocho millones de dioses, de David Gil, me abrió una ventana a Japón, a esa espiritualidad que siempre me inspira. Y poco después, en mi librería favorita de Ciutadella, Va de Llibres, se me reveló otro título como un regalo inesperado: Biografía del silencio, de Pablo d’Ors. Era el libro que necesitaba: una suerte de brújula en mi práctica de meditación diaria. Lo recomiendo encarecidamente a toda persona que comience este camino o que ya lo transite, pues muestra con honestidad los escollos y dificultades del principiante, así como los amables frutos de la constancia.
Ya antes de partir hacia la isla había decidido silenciar también mis propias voces creativas. Aparqué durante unos días el proyecto de El legado de Elia Gailhard y me dejé habitar por una nueva historia, que fue calando poco a poco en mi interior, como el agua que se filtra en la tierra hasta fecundarla en profundidad. Es una historia todavía en embrión, a la que acompaño con la misma admiración con que se contempla un nacimiento.
También callé durante unos días en las redes, regalándome un espacio de descanso, de aire, de despeje. Los últimos acontecimientos mundiales, la sinrazón y la dureza que a veces muestra nuestra humanidad, me han afectado profundamente. Todavía hoy trato de transitar ese dolor en el Seijaku (serenidad en lo profundo del alma).
Descubrí entonces que el silencio no es carencia: es semilla.
En él germinan las ideas, se ordenan las emociones y la vida encuentra un cauce más sereno. La meditación me ayuda a recorrer este sendero: integrar experiencias, algunas de ellas no fáciles, y mirarlas con compasión. Sin prisa, sin exigencia. Respetando mis propios procesos, sin juicios ni presiones. Aprendiendo a amarme de manera incondicional, como esa eterna principiante en la que me reconozco.
Y en medio de este silencio fértil, comprendí que la escritura es también una forma de meditación. Poner palabras al murmullo interior, dejar que la tinta acompañe lo que el corazón calla, es en sí mismo un camino de sanación. Quizás algún día pueda compartir esta experiencia en un espacio donde se unan la quietud de la meditación y el Reiki con la magia de la palabra escrita. Algo así como un curso de escritura terapéutica, idea que últimamente ronda mi corazón. Porque escribir, cuando nace del silencio, se convierte en medicina para el alma.
Y para tí, ¿cual es tu experiencia del silencio? Me encantará que lo compartas en los comentarios.
Un abrazo y feliz semana.
✨ El silencio no es ausencia: es la tierra fértil donde germinan los sueños del alma.
