
En 2019 manifesté un sueño: viajar a Japón con mi familia. Fue un viaje increíble que nos apasionó a los tres. Quedamos irremediablemente enamorados de ese país que parece de otro planeta. Su exquisita educación, su limpieza, el orden, la belleza de su naturaleza y de sus creaciones artísticas me parecían algo sublime.
Pero lo que más me cautivó, quizás, entre todas sus maravillas, fue la raíz profundamente espiritual de su cultura: la reverencia hacia la naturaleza, que consideran sagrada; la gratitud constante hacia todo, tanto lo grande como lo pequeño.
Entonces ya me había iniciado en Reiki y había recibido mi primera reiju —iniciación— como maestra. No ejercía como terapeuta, aunque practicaba aplicando las manos en mí misma y en mis allegados. Si has leído mi novela Elia de Montsegur sabrás que la imposición de manos no sólo se ha aplicado en el Reiki, sino que otras tradiciones espirituales la practican desde lo immemorial, ya sea para procurar sanación o bienestar o para realizar iniciaciones o ritos de paso. Esto es así porque es un conocimiento intrínseco a nuestra naturaleza humana y espiritual, aunque rescatado por grandes Maestros a través de los siglos. La protagonista de mi novela tan sólo despierta de manera espontánea a este conocimiento, que solía ser transmitido a través de los iniciados cátaros.
En cuanto a la historia del Reiki en particular, sabía que tiene su origen en Japón o, al menos, que su tradición espiritual había sido redescubierta por Mikao Usui en el monte Kurama. En aquella ocasión no pude visitar el santuario, situado cerca de Kioto, porque no lo habíamos incluido en nuestro plan de viaje y además nos acompañaba una niña de nueve años, mucho más interesada en el parque de atracciones Disney que en un santuario sintoísta del período Nara con más de mil trescientos años de historia.
Así que regresar allí para visitar Kurama suponía hacerlo sola, o al menos acompañada por personas que, como yo, buscaran ese Japón ancestral y sagrado, con un propósito vivencial más que turístico.
No fue hasta que conocí al maestro de Reiki y meditación Jordi Ibern —de forma casual, a través de una academia de yoga— que la idea de regresar comenzó a fraguarse de nuevo, cuando ya la había dejado en el cajón oscuro de los deseos imposibles.
El enfoque auténtico y esencial que Jordi da a sus clases, y a su forma de entender el Reiki como un estilo de vida —un camino experiencial más allá de la terapia— conectó enseguida con mis expectativas. Supe, ya en el primer taller al que asistí con él, que había dado con el maestro que había estado buscando desde que el Reiki me salió al encuentro, años atrás.
La posibilidad de formar parte de su próximo viaje —Jordi lleva años organizando el máster de Maestría Reiki (Shinpiden) en Japón— ya suponía para mí todo un reto de crecimiento personal. Porque debía lidiar con unos cuantos miedos —entre ellos, mi miedo a volar— y resistencias del ego, que siempre se activa cuando algo amenaza con transformar nuestra identidad.
Recibí el apoyo de Daniel, una vez más. Mi gran benefactor, mi Júpiter en Piscis, que me animaba a buscar maneras de hacer compatible este viaje con mis obligaciones laborales y familiares. Fue un encuentro casual con una antigua compañera, que viajaba a Japón en octubre gracias a un permiso laboral, lo que me abrió las puertas a configurar en mi mente ese viaje para mayo de 2025. Me hizo ver, en definitiva, que no era un deseo tan imposible.
Por suerte, mi situación como funcionaria con plaza definitiva me lo permitía. La cuestión económica también era importante, así que comencé a gestar un plan de ahorro sistemático hasta reunir los recursos suficientes para tomar un mes de permiso sin sueldo y pagar el viaje.
“De una forma que todavía me parece mágica —aunque supuso tomar, por mi parte, la acción inspirada en cada momento—, el viaje se convirtió en una realidad.”

Durante estos días de mayo en Japón he llevado cuenta de mi experiencia a través de un Diario de Viaje que he ido escribiendo a mano y decorando a mi gusto, con fotos, pegatinas, postales e incluso tickets de entrada a los santuarios.
Tomando este diario como base, deseo compartir contigo algunos de los insights de este periplo espiritual que me llevó desde Tokio a la isla de Shikoku, donde recibimos la mayor parte de las clases de maestría y pude visitar algunos de los santuarios más importantes de la ruta sintoísta y budista de esta zona de Japón. Y, como colofón, el monte Kurama, que pisamos justo el día antes de nuestra partida, y donde Jordi nos ofreció la última charla y la entrega de diplomas de nuestro tercer grado Reiki.
En el próximo post, te cuento más…
Hasta pronto.
¿Alguna vez has sentido que un viaje te transformaba desde dentro? Te leo en los comentarios ✨

