Que este camino me libere del ruido,
me regrese al corazón
y me revele lo que ya vive dentro de mí.
Que el viento me acoja,
y la luz dl Reiki me abrace con sabiduría.
Voy abierta, voy presente.
Voy a reencontrarme.
¿Cómo condensar lo vivido, cuando cada paso parecía una enseñanza?
Escribí los versos que inician este post justo cuando mi avión a Pekín —primera escala del viaje— pedía pista para el despegue. Me los repetí en forma de mantra, mientras los nervios, fruto de la emoción y de mi fobia a volar, se arremolinaban en el plexo solar. Coloqué las manos sobre mi vientre, respiré de forma circular… y dejé que el Reiki obrara el resto.
Me dispuse a vivir el viaje con el alma abierta.
Es curioso cómo, cuando estás a punto de manifestar algo, como dice mi mentora Maite Issa, el ego se pone más fuerte que nunca y apela a lo que sea con tal de que permanezcas en tu zona de confort. Es normal: el pequeño ego está diseñado para que sobrevivas, no para que Vivas. Y este viaje era una apuesta por la Vida en mayúsculas. Me obligaba a salir de mi refugio conocido, a enfrentarme a creencias y miedos que había albergado desde niña.
Así que me recordé a mí misma que ese miedo no era sino una puerta hacia una gran manifestación. Y que tenía que atravesarla, a pesar de todas las incomodidades. Como en los mapas antiguos, las tierras ignotas están justo más allá del dragón…
El dragón.
Uno de los símbolos que empezó a perseguirme incluso ya en la primera escala, en Pekín. Dragones por todos lados… Comenzaba la magia. La vida me estaba diciendo: “Vas por el buen camino, sigue así”.
Desde el primer día, Japón me fue revelando sus secretos. No solo en sus templos, sino en los gestos, las personas, los silencios compartidos… y en los símbolos que se cruzaban en mi camino.
Ya en el trayecto de ida, los relatos, la música, las conversaciones en el café del aeropuerto… me hablaban de dioses. No de un Dios único y omnipotente, sino de una Presencia que habita en todas las cosas. En las personas, por supuesto, pero también en las rocas, en el viento y en los pensamientos. En los espacios… y en el vacío. En las manifestaciones conscientes y también en los deseos frustrados.
Mi mente se abría a una nueva conciencia: más amplia, más profunda. No excluyente, sino integradora. Una conciencia que abrazaba todo aquello que yo había sostenido como cierto.
“¿No está escrito en vuestra Ley: Yo dije, sois dioses?”
(Evangelio de Juan 10:34, citando el Salmo 82:6)
Una afirmación que le valió a Jesús la acusación de blasfemia. Una frase por la que muchos, aún hoy, lo seguirían acusando… y que, en la historia, fue —cuando menos— silenciada o malinterpretada.


✿ Tokyo– Primer contacto con los Kamis.
Tras esa primera escala en China y un largo viaje, llegamos al aeropuerto de Haneda en la mañana del 11 de mayo. Nos subimos al taxi y la ciudad se fue desplegando a nuestro paso, tan imponente como la recordaba: la bahía de Tokio, donde el Puente del Arco Iris tiende su arco entre el bullicio urbano y el horizonte marino, más allá de la isla de Odaiba.
El grupo de Barcelona —formado por Montse, Irene, Paula (que reside en la isla de Malta), Jordi y yo— se encontró con nuestro guía en Japón: Masaki, un japonés amigo personal de Jordi, practicante de Reiki que también recibiría la maestría durante el viaje y uno de los dueños de la agencia organizadora.
En el hotel, situado cerca del barrio de Ginza, nos unimos a otro grupo que había llegado algunos días antes: un matrimonio holandés; Shanti, una británica-neoyorquina; y Yu Yuen —o “Yo-Yo”—, la más joven del grupo, una china residente en un pueblecito cercano a Barcelona que ya llevaba un mes viajando sola por Filipinas.
Descansamos un poco, pero no demasiado, para que el jet lag no se nos hiciera eterno.
Esa noche, Masaki nos preparó una sorpresa: una cena en lo más alto del edificio de la televisión japonesa, justo frente a nuestro hotel. Las vistas eran espectaculares y la cena, riquísima, servida en un salón privado con tatami. Me senté cerca del matrimonio holandés, Babette y Peter, y les dije que creía estar soñando. La ciudad a nuestros pies mientras atardecía, las arterias luminosas latiendo al ritmo de la noche, las exquisiteces servidas con la más pura amabilidad japonesa, mientras Masaki nos explicaba los platos…
Peter me mostró, creo que por primera vez, su buen humor —ese que nos animaría durante todo el trayecto—, respondiéndome:
—Entonces, ¿yo formo parte de tu sueño?
Aquello me hizo reír, pero también reflexionar.
En efecto, nuestras manifestaciones también se pueblan de personas significativas.
Y supe, enseguida, que aquellas con las que tan pronto congenié lo serían.
Al día siguiente, visitamos la tumba de Usui Sensei, un lugar poco conocido por los turistas y guardado celosamente por la señora del templo que custodia el cementerio. Mientras nos colocábamos en fila para presentar nuestros respetos al Maestro que redescubrió el Reiki en Japón, se produjo un silencio muy sentido… seguido por la visita de un pájaro cantor que nos acompañó todo el tiempo, posado en la copa de un árbol cercano.
—Los Kamis —nos dijo Jordi—.
Uno de esos ocho millones de dioses que acompañan la vida cotidiana de los japoneses y que hablan a quienes tienen oídos para oír.
Los Kamis son una invitación a lo sagrado.
Para mí, que fui educada en una religión monoteísta, no representaba ningún conflicto creer también en estas presencias.
Creo que ni al propio Jesús ni a María Magdalena les costaría aceptar que nos pueblan presencias sagradas por doquier.
Que la Vida, en sí misma, es sagrada.
Esta experiencia me conectó enseguida con esa Presencia que venía buscando en este viaje.
Y es que en Japón, por poco que busques, lo sagrado se manifiesta con una sutil facilidad.
Viví como sagrado ese picnic en el parque con Yo-Yo y Paula.
El paseo por los jardines Hama-Rikyū, datados de la época Edo, cuando Tokio era aún un pueblecito rodeado de colinas que le ganaba tierra al mar.
Jordi nos dio allí la primera clase, en los bancos situados en medio de una pérgola de madera abierta al cielo.
Nos preguntó a todos:
—¿Para qué habéis venido a recibir la Maestría en Japón?
No quería que le diéramos una respuesta directa, sino que nos la formuláramos hacia dentro.
Y yo me respondí:
“Para encontrar la fuerza, la conexión y la inspiración que me lleven a dedicar mi práctica Reiki de la forma en que el Universo considere mejor.”
“Durante toda mi vida he ‘coleccionado’ formaciones que no supe —al menos conscientemente— poner al servicio de los demás.
‘Ahora es momento de encarnarlas’, me dije.”
✿ Kochi – El círculo de Reiki y el corazón abierto
Volamos a la isla de Kochi con la J.A.L., en un viaje de apenas hora y media que nos regaló una vista formidable del monte Fuji. Otro gran Kami: el dios “dormido”, como lo llaman los japoneses.
Kochi nos recibió con un calor casi veraniego y extensos campos de arroz perfilados por montañas en el horizonte. Es una isla conocida por su buena comida y sus muchos templos de peregrinación.
Aquel día visitamos el castillo y, en sus jardines, tuvo lugar un Mawari Reiki: un círculo de Reiki formado por todo el grupo, donde la energía se focaliza hacia donde cada integrante desea dirigirla. Fue un momento muy especial.
Una hermosa tuya oriental —una conífera típica de Japón—, muy antigua a juzgar por el grosor de su tronco, nos contemplaba de cerca.
Al terminar el círculo, sentí la necesidad de correr a abrazarla. Y al hacerlo, me invadió un sentimiento muy fuerte: era como abrazar a un venerable antepasado, como a una abuela muy querida.
Me sentí arropada por aquel árbol, como por un ser viviente y pensante. Babette, que hizo lo mismo que yo, compartió después conmigo el mismo sentir. Ambas habíamos notado lo mismo.
Esta experiencia me hizo ser consciente de que, en cualquier lugar, podemos conectarnos con la Presencia. Y que la naturaleza es la Gran Madre que nos ayuda a ello.
No importa si es un árbol, un insecto o una flor… suele ser en la naturaleza donde recordamos nuestra esencia.

Algo parecido me ocurrió en el templo Chikurin-ji, en el monte Godai, el templo 31 de la ruta de los 88 templos de Kochi.Fue un día mágico. Tras una clase en una sala de estudio que los monjes budistas nos cedieron amablemente, meditamos frente al estanque, sentados sobre el tatami abierto a él.
Unos sapos enormes nos ofrecieron su poderosa canción… y enseguida recibí un mensaje muy claro, que escribí directamente en mi libreta:
“Comunica y celébralo.
Mira hasta dónde has llegado.
De ser alguien encerrada en sí misma, con miedo a hablar en público, a volar en avión, frustrada en el trabajo… ¡has llegado hasta aquí! Y mereces celebrarlo.
Comunica y suelta toda expectativa de cómo ocurrirá, pues la puerta se abrirá al paso.
Atrévete a comunicar como Maestra Reiki que eres.”

Ese día también visitamos el precioso jardín botánico Makino.Y al día siguiente, la antigua casa de las Geishas de Kochi, donde recibimos la clase. Comimos otra ronda de exquisiteces japonesas en una sala reservada para grandes ocasiones, con vistas al río.
Por la tarde, asistimos a la ceremonia del té (chanoyu o sadō) en un establecimiento especializado de la ciudad. Durante la ceremonia vi magia… y bondad. Magia en los detalles, en la atención plena de la Teishu —nuestra entrañable y veterana anfitriona— y de la Hantō, su joven ayudante. Con qué paciencia y delicadeza nos enseñaban a preparar el matcha, a colocar los recipientes, recibir y tomar el té, apreciar el dulce (wagashi) el forma de flor de lis violeta, muy parecida a las naturales que presidían el altar de bienvenida…
La flor de lis florece en aquellas tierras en verano y, sorpresivamente, también es la flor que representa a mi Gran Maestra, María Magdalena. Todo está conectado.
En la sala, un kotodama —frase de sabiduría escrita en caligrafía vertical sobre el altar— decía:
“Que el aromático viento del sur regrese 99 veces y tenga una buena vida.”
La Teishu nos explicó, a través de Masaki, que ese viento del sur nos representaba a nosotros, viajeros venidos de tierras situadas más al sur de Japón. Y que el número 99 simboliza una larga vida y el deseo de que volvamos muchas veces más.
Esa noche, en el hotel, me sumergí en su onsen para relajarme y dejar que el agua termal me ayudara a integrar todo lo vivido durante la jornada. Disfrutamos de amenas veladas bajo las estrellas, en la terraza de un restaurante cercano, y reímos con la representación de Jordi durante las danzas tradicionales de la isla, que nos mostraron en la sala de actos del hotel.
Me llevé de Kochi, muy en especial, su bondad. Una bondad que ya había encontrado en Japón, pero que, en esta pequeña isla al sur de Honshu, se multiplica por diez.
La bondad, la belleza y la presencia eran ahora parte de mi equipaje invisible.
En el próximo capítulo, compartiré contigo la experiencia de subir al monte Kurama y el cierre simbólico de este viaje.
Hasta entonces…
¿Tú también has vivido alguna vez un viaje que sembró semillas en tu interior? Te leo en los comentarios 🌸


