Llegamos a la última parte de este viaje espiritual a Japón: Ōzu, donde recibí mi tercera maestría, y Kyōto, con el monte Kurama como broche final del viaje y la cena de despedida.
1. Ōzu, lugar de recogimiento
Ōzu se nos reveló como un lugar fuera del tiempo. Rodeada de montañas, abrazada por el río Hijikawa —un hilo de calma líquida—, y vigilada desde lo alto por su antiguo castillo blanco, parecía susurrar su historia en voz baja.
La pequeña ciudad, casi despoblada en los años sesenta del siglo pasado, fue recuperando vida cuando la cadena hotelera Nipponia comenzó a restaurar casas tradicionales, transformándolas en alojamientos con encanto.
En ese entorno silencioso y sereno, llegué a la casita que me asignaron como lugar de hospedaje. Casi no podía creer que aquella casa de dos pisos iba a ser mi hogar en Japón, para mí sola, durante tres días: con su pequeño patio habitado por un arce que saludaba cada mañana y frente al cual medité durante mi estancia, su suelo de tatami, un ofuro (bañera japonesa) en una gran sala de baño, y un balconcito desde el que, en la planta superior, podía admirar un jardín precioso y el inicio de un bosque de bambú.

Sentí que aquel lugar me acogía como si supiera quién era yo.
“En Ōzu, el tiempo se arrodilla.
El alma respira sin pedir permiso.”
Este haiku me surgió como un pensamiento fugaz y lo anoté en mi diario. Era como estar en un umbral, como si algo dentro de mí se estuviera preparando en silencio…
2. El santuario de Sukunahikona Jinja y la Reiju como maestra
Durante aquellos tres días desayunamos en un recinto frente a nuestro patio de casitas: un desayuno japonés con más de siete platillos tradicionales, incluyendo fruta, arroz, sopa misu, pescado, carne, verduras…
Después nos dirigíamos a la sala de estudio del santuario Sukunahikona Jinja.
El sello que estampé en mi Goshuin-chō (libro de sellos de los templos de Japón) mostraba una figura femenina con cabeza y cola de pez: un kami relacionado con la sanación, la prevención de pandemias y las plantas medicinales. Me pareció una sincronicidad estar allí, y más aún cuando supe que nadie —ni siquiera nuestro sensei Jordi— conocía a ese kami. ¡También él quedó maravillado por el hallazgo!
Fue en esa sala donde recibí mi tercera reiju como maestra, la que sentí definitiva, como si consolidara este camino iniciado veinte años atrás. Me sentí profundamente conectada con el entorno, con la lluvia, que caía como una bendición, con la naturaleza a nuestro alrededor. Con el corazón lleno, agradecido.

Tras la Reiju, Jordi nos invitó a subir al santuario, para presentar a los kamis de la montaña y a nuestro linaje una promesa y un deseo. Con las manos en gasshō frente al altar, entre cedros y bambús venerables, percibí que mi linaje me rodeaba. Casi podía notar su calor.
Una sucesión de presencias femeninas me acompañaban, como si yo fuera la más joven de un clan ancestral. Me sonreían y hablaban directo al corazón. Recibí intuiciones que anoté en mi diario: sobre mi vocación, sobre el sentido profundo de aquel viaje y sobre el tipo de sanación que iba a recibir gracias a él. También el compromiso que nacía con esta nueva Reiju.
Fue un momento mágico, sagrado. Uno de esos que se guardan para siempre en el corazón.
3. Uchiko y el molino de papel
Además de las clases y las Reiju, tuvimos tiempo para disfrutar de la zona: de su gastronomía exquisita, de la amabilidad extrema de sus gentes, de la visita a una casa tradicional japonesa junto al río, y de una tarde de artesanía en el molino de papel de Uchiko.
El papel que realizamos, guiados por un joven artesano, me pareció una conexión directa con los elementos. En japonés, kami significa “papel” (紙), pero también “espíritu” o “dios” (神).
✨ Y la magia es esta:
Cuando escribes sobre papel, quizás estás invocando a un kami.
Cuando creas papel artesanal, tal vez estás honrando lo sagrado.
Y quizá una carta escrita… se convierta en ofrenda.

4. Kyōto, el alma antigua
Con tristeza en el corazón nos despedimos de Ōzu. Todos —y especialmente Jordi— sentíamos que dejábamos atrás nuestra casa. Fue extraño y hermoso a la vez. Para la mayoría, significaba no volver más a ese lugar… aunque albergábamos la esperanza de regresar algún día.
Las empleadas de recepción salieron a despedirnos mientras partíamos en el minibús hacia Matsuyama. Siempre recordaré sus rostros risueños al alejarnos. Me enternece esta costumbre japonesa de salir a decirte adiós cuando te marchas de un lugar: para ellos es un símbolo de su deseo de volver a recibirte de nuevo.
Desde Matsuyama tomamos el Shinkansen rumbo a Kyōto. Atravesamos el mar interior de Seto, entre Shikoku y Honshū, cruzando el Gran Puente de Seto —en realidad, una sucesión de puentes entre islas. Desde el tren, ver esa bahía salpicada de islitas, algunas con calas que invitaban al baño, daba la sensación de volar sobre un mar de seda verde y azul.
Kyōto me recibió de nuevo. Su estación me resultó familiar. En 2019 estuve allí con mi familia. Nada parecía haber cambiado. Y sin embargo… en mi interior si que se estaba desplegando una significativa transformación.
Volví a recorrer el barrio de Gion, el corazón antiguo de la ciudad imperial. Tuvimos la suerte de ver una discreta geisha, a la que unos turistas extranjeros intentaban fotografiar de forma irrespetuosa. Yo-Yo, mi nueva amiga china, se interpuso con gesto grave para defender el protocolo y la intimidad de la geisha.
También descubrí rincones nuevos, como el templo budista Chion-in (Templo de la Gratitud y la Sabiduría), en el distrito de Higashiyama. Me impresionó que pasara tan desapercibido entre los turistas, a pesar de su imponente Sanmon Gate, una de las más grandes de Japón, construida en 1619. Rodeado de árboles y jardines tranquilos, la energía del lugar era solemne, silenciosa, profunda.
Doy gracias a Jordi por desviarse del camino trazado para mostrarnos lugares como este: llenos de alma y belleza.
5. El monte Kurama: el hogar espiritual
El lugar que todos esperábamos era Kurama. Desde una estación a las afueras de Kyōto, tomamos un pequeño tren de montaña hasta este venerable monte sagrado.
La subida fue larga y costosa, pero nada más comenzar ocurrió un pequeño milagro: deseé un bastón para mis fatigadas rodillas, y apareció un cubo lleno de ellos en la entrada del santuario.
—“Esta montaña es generosidad pura, ya lo estás viendo” —me dijo Jordi.
Y así fue: a cada paso, mis fuerzas se renovaban. Caminamos entre bosques y pequeños altares, algunos dedicados incluso a los árboles mismos —como el gran cedro de más de 700 años, considerado un kami viviente— ante el cual presenté mis respetos.
A medio camino, hicimos un alto y entramos a un templo budista. Asistimos discretamente a la oración de un monje, colocamos nuestras varillas de incienso, y seguimos hasta la cima.
Allí, en un claro cubierto de raíces, Usui Sensei recibió la revelación del Reiki. Según la tradición, tropezó con una raíz y se hizo daño en un pie tras recibir los símbolos… Y supo de inmediato cómo usarlos para sanar.
Aquí comenzó todo, exactamente hace 100 años, en mayo de 1925. Una fecha significativa para nuestro grupo.
Y aquí regresa, aunque con otra voz.
En ese claro de bosque hicimos picnic y la última clase del viaje. Jordi nos habló del camino del maestro y del nuevo trayecto que se abría ante nosotros:

—“La maestría os abrirá puertas y ventanas que ni siquiera sospecháis…”, nos dijo.
El Reiki busca caminos en nosotros… para ofrecerse al mundo.
Descendimos hasta el templo principal, donde meditamos en el punto marcado con una estrella, lugar donde, según la leyenda, descendieron los tres dioses venerados en Kurama:
- Bishamonten: energía física, cuerpo, fuerza y coraje.
- Kannon: energía del amor y la compasión universal.
- Seiryū Gongen: energía espiritual de origen estelar, protectora del monte.
Juntos, representan la Trinidad Sagrada de Kurama:
Cuerpo – Corazón – Espíritu | Fuerza – Compasión – Luz cósmica
El Reiki no podía elegir mejor lugar para manifestarse en este mundo. Gracias a la apertura de Usui Sensei, hemos recogido este regalo del Universo para mayor bien de la humanidad.
Me coloqué como los demás, descalza, con las manos unidas, abierta a la energía. Sentí un pálpito bajo mis pies, como el latido de la tierra, y una corriente que me estiraba hacia el cielo. Era sutil, dulce… pero inconfundible. Es el mismo flujo que discurre a través de las manos, que se siente como una caricia amorosa.

Compramos incienso en el templo. Y en un porche tranquilo, Jordi nos entregó los diplomas de la Escuela Kisetsu, reconociéndonos como Maestros Reiki del linaje tradicional de Usui Sensei.
El círculo se cerraba.
O tal vez… recién comenzaba.
6. Cena de despedida en Kyōto y mensaje final
Masaki reservó para esa última noche una mesa para todo el grupo en el restaurante que corona la cúpula de la estación de Kyōto, con vistas sobre la ciudad. Un lugar exquisito en el que no faltó detalle: incluso el menú nos estaba dedicado:
“El color del atardecer y el recuerdo”,
“Una despedida serena bajo el sabor del té bancha y la dulzura de la Tradición”
“Como si el alma se inclinara en reverencia ante la belleza efímera de lo vivido.”

Entregamos a Masaki y a Jordi unos obsequios especiales durante la cena. El regalo de Jordi fue un cuaderno artesanal comprado en Uchiko, donde cada uno dejó un mensaje especial. El de Masaki, una esterilla de yoga que siempre había soñado tener.
Al día siguiente nos esperaba un largo viaje de regreso. Nuestras almas llegaron, cada una a su destino, cargadas de vivencias inolvidables.
Mientras mi avión se deslizaba sobre espesas nubes en el cielo de Barcelona, mi corazón susurraba un mensaje claro:
“Este viaje no termina al volver a casa.
Empieza ahora… dentro de mí.”
